UN PLACER, DAVID

Como lectores, nos encantó conocerte

Adrián Romero Jurado y Lucía Ruiz Guzmán

enero, 2021

Te llamabas David, y de apellido Gistau, aunque a fuerza de referencia, Negroni va a acabar siendo tu segundo nombre. En ese afán constante que tenemos los que escribimos por llamar a las cosas por su nombre, encuentro una palabra que se me aparece como enmarcada por luces centellantes de prostíbulo. Boulevardier, «hombre de moda, especialmente aquel que frecuenta lugares públicos». Bueno, también «cóctel de la era de la prohibición, mejor variante del Negroni clásico, a la vez agudo y delicado, sencillo y exuberante, amargo y con un ligero dulzor…». Imposible tanta casualidad. 

Boulevardier, no porque se suba a la ola de la novedad, sino porque él mismo la propaga, la surfea, la encara y la domina. Con gusto, con gracia, con fina ironía. Con la elegancia, la innata por definición, la que solo puede ser naciendo, y no haciendo. Encaja. Y, sin embargo, deshecho el palabro. Porque Gistau no puede, nunca podría, ser comprendido en una sola entrada. No es una paradoja, sencillamente es la naturaleza que emana del alma del periodista.

Te conocían en la cafetería que hacía esquina con la calle Velázquez y Ortega y Gasset, como si fuera aquello el mimbre de los mundos que solapabas. En los césped donde golpeaban los esféricos más allá de Hendaya y las Columnas de Hércules, esas columnas que erigías para golpearlas con imprevisibles malabares, porque hacías de ellas todo lo contrario a lo que se esperaba. Y en uno de esos estadios, el Bernabéu, te recordaron en un emocionado mutismo. «De pequeño querías ser Bonet», decía Ignacio-Ruiz Quintano, y al final llegaste más lejos que el central madrileño. Aquel día evitaron rodar un Tango del 82 por respeto; porque el recuerdo era tuyo y no podían arrancártelo de forma tan burda.

Igual que nosotros no podemos extirpar aquellas anécdotas más allá de las líneas que nos dejaste.

Fue en las librerías y los kioscos de cables y 4G donde te descubrimos. Nos faltaba la calle que a ti te asfaltaban tus ansias de hombre de acción, ese cuyas épicas eran nada más y nada menos que empalmar dos transbordos de metro —y tren— en una mañana concurrida. Actuabas así porque ya no quedaban whiskey ni tabaco en las redacciones. Convencías con tu periodismo porque en parte te tomabas la molestia de preguntar, de dar ideas con esa «licencia para inventar» que te atribuías. Mientras tanto, nos estabas otorgando alma de lectores. Y como te leíamos, quizá a muchos de nosotros se nos pasó por la cabeza ser como tú, auténticos periodistas.

Artículo conmemorativo sobre Tintín escrito por David Gistau en 1993 para la revista Paisajes desde el tren

Artículo conmemorativo sobre Tintín escrito por David Gistau en 1993 para la revista Paisajes desde el tren

Pero parece que no hemos aprendido tanto como creíamos, porque queremos hacerte entrega del ramo más suntuoso.

Tu golpeteo en el teclado era una ametralladora de opinión desacomplejada, con la contundencia de un gancho retumbando en Madison Square. Desestabilizabas, y unas cuantas veces nos tirabas a la lona. No tenías medida con nosotros y nuestros territorios dulces, así eras. Pero incluso con la comisura de los labios deslizándose un hilillo rojizo de sabor metálico, siempre aparecía una sonrisa pícara entre tus humorísticas declaraciones; una escritura cómplice. Sutilezas. Combatías contra todo criterio, saltando de las líneas homéricas a algo que tan solo podía definir su género por el apellido de su autor. Algunos pisamos por primera vez el Bernabéu respirando tinta, te veíamos entre los pases, como si aquellas filigranas fueran los mismos juegos de párrafos que después plasmabas cuando aún retumbaba el eco del pitido final. Era un dominio del lenguaje que no «se aprendía en los gimnasios», pero sin duda tenía mucho de coreografía y kinestesia narrativa, algo que solo podías entender si habías sudado los guantes.

Nacido para ser indómito, no por ferocidad ni altanería, sino por el código de rigor que ondea tu bandera. No por nada, una vez, dijeron que hiciste una guerra amable con tu espíritu rebelde. Libre, independiente y franco con la materia que perfilan tus dedos, ajeno a convencionalismos que traten de esculpir tu columna. «Alérgico a la solemnidad y la impostura», como diría uno de tus más preciados compañeros de profesión. No me refiero con esto a que te dejes llevar por los disonancias propias de quien escribe sin conocer del arte de la escritura. Al contrario. Suena tan bien que incluso las verdades incómodas saben a gloria. Oídos sordos se transforman en sonrisillas tímidas ante tal despliegue de ingenio. Como el viejo zorro, al que incluso el lobo desea parecerse.

Escribiste como eras, incluso aunque no quisieras. No podías evitarlo: tu escritura era un ejercicio profano, traído para romper con aquellos que creían redimir mediante sus opiniones a la humanidad. Era imposible que tú fueras como ellos, el gregarismo que portabas te impedía pensar en púlpitos y mamoneos.

Queda la espinita de la mesa y las cenas en Lucio, las que tras tu ida Raúl del Pozo te preguntaba con voz de Hamlet «¿dónde están ahora tus burlas que animaban nuestras cenas con alegre estrépito?». Lugares en los que jamás pudimos escuchar tus tertulias aceleradas de títulos y letras que hacían honor a esa integridad que destilaban tus palabras. «Nunca olvidaré una madrugada en Sevilla», recordaba Ignacio-Ruiz Quintano, «después de una tarde de toros de José Tomás, con Peñuca de la Serna, viuda del crítico Vicente Zabala Portolés, y con David. De repente, con esa sensibilidad que sólo despiertan los toros, a los dos, de generaciones opuestas, les dio por hablar, como en sesión de ouija, de las trágicas muertes de sus padres cuando más a vida olía la primavera sevillana».

Eras el octavo jurado en Trece hombres sin piedad, compañero en un oficio que demasiadas veces carece de un hombro en el que apoyarse; buena persona (y por ende, buen periodista), todoterreno a pesar de que eras más de Harley; con pasaporte y relatos cosmopolitas. Y generoso, muy generoso, porque tenías capacidad de mirar fuera de ti para dar al lector, ese lector en que decías no pensar al escribir, todo cuanto nos podías contar. No dejabas nada al azar, y ha sido justamente ese rastro de miguitas a lo Hansel y Gretel por lo que será muy difícil borrarte de la memoria de quienes, un día y por pura casualidad, dimos a parar con tu peculiar forma de entender la vida.

Alma de niño grande, de fascinación por lo minúsculo, que se convierte en mayúsculo cuando lo tocas. Maestro en sacarle el jugo a la naranja, el limón y lo que te echen. A la vida. Dejas tras de ti un regustillo a verdad, a cosas bien hechas, a admiración mezclada con un toque de resquemor por no poder hacerlo como tú. El aroma que solo los grandes desprenden.

Olvidaste, probablemente aposta, dejar copia de tus memorias recopiladas por esas editoriales que te las encuadernan hasta con lacito y agradecimiento. Tu legado en el periodismo se escribía en clave de presente, y esas ideas de estatuas ecuestres te daban más risa que envidia. El único lamento de tu falta serán las dedicatorias de tus amigos en el prefacio, esos mismos que cuando te fuiste rehusaron conjugarte en pasado. Al menos nos regalaste libros, porque había que llenar estanterías con tu nombre, y los recortes de periódico no adornan con la misma gracia. En solo uno anotaste —Gente que se fue—, y luego admitiste cómo fue un error, artículos en forma de Cuentos de Serie B.

Eran algunas de tus columnas en XLSemanal, donde hacías todo lo contrario a lo que esperabas del buen periodista, aunque a nosotros nos resultase tan necesario. Con tu talento natural para «hacer de la anécdota una categoría», esas vivencias eran contenido desmitificado, un diario veraz porque en el fondo eras periodista, y los periodistas no se despojan de disfraces una vez se cierra la redacción.  

Quizá nos equivoquemos. Quizá, Gente que se fue era una forma de dejarnos tu herencia personal.

Siempre, para el periodismo y la vida, no quisiste ser el protagonista, aunque no ha hecho falta tu ida, que hasta en la Argentina las muestras de cariño fueron más unánimes que en la despedida de El Pelusa, para que ya dieras ese aire de orfandad si faltabas. Y claro, tú ahora te estarás descojonando a lo grande. Lo decías en cada entrevista; lo decían tus compañeros en sus intervenciones. Te sentías como Harold Lloyd cuando colgaba de las agujas del reloj: te sobraba, te venía grande. Por eso, estas cosas, como dijo Romina, hay que decirlas pensando en que no nos estarás escuchando.

Ahora, una biblioteca lleva tu nombre en Madrid, a pocos pasos de la calle Julio Camba. Algo de genética compartías con el gallego: tú, de alma argentina y periodismo anarquista; Julio, expulsado de Argentina por su anarquía. Qué mejor lugar donde depositar tus palabras, tu vascuence de Mourlane Michelena como redactó Camba una vez, que cerca suya. Escribiste como te dio la gana, y ese eslogan ahora reside en la entrada como guardián de tu recuerdo.

También nos sorprendió verte en una entrega de premios hace apenas un mes. Aparecías en cartelera, en grabados finos con tu imagen de fondo. Había admiración en una sala que la COVID-19 dejó pequeña. Ya sabes cómo funciona esta profesión: siempre hay una excusa para no abandonarla completamente. Tu nombre por premio, conmemorado un artículo de Alberto Olmos, uno que dejaba una estela con sabor a tu aguda lengua. Deudo de tu sagacidad a la hora de plasmar en papel las absurdeces de la vida moderna, que se antojaban simpáticas si venían espolvoreadas de tu dosis de mordacidad.

No es casual, por tanto, que te conviertan ahora en trofeo de oro. Lo has sido siempre. Incluso cuando, pícaro de ti, amañabas las papeletas en aquellas fiestas de disfraces para salir vencedor, tal como recuerdan tus colegas. Y eso que nunca tuviste necesidad de hacer trampa. Superior sin pretenderlo, adelantado sin saberlo, «fuiste, eres y serás uno de los columnistas más brillantes de toda una generación», podría rematar el epílogo de tu biografía. Y, sin embargo, tú jamás lo aprobarías. La humildad engarzada a tu grandeza no podría permitir, plantearse siquiera, tal acto de soberbia.

La pandemia: tantas cosas en las que pensar y tantas por las que temer. Habría sido un privilegio leerte mientras rondabas los retazos de una sociedad que enmudecía en sus casas, con sarcasmo y respeto a partes iguales. Hubiera sido más llevadero que nos recordases en tus crónicas cómo nos encontramos en la época más interesante para ser periodista. No es que ahora los periódicos sean más aburridos de leer, es que el vacío de tu ausencia, la falta de tu fragmento en el periódico, se nota demasiado. Nos sentimos como los pobres primerizos de Olmos: esos recodos del mundo ilustrado ya no parecen hecho para nosotros.

Lo superaremos a través del recuerdo de tus compañeros, un consenso que rompe con la visión cainita de nuestra tierra. Javier Aznar te perdió como amigo chisporroteante y mentor efervescente; por quien se sentía, como tus lectores, campeón de tus logros y escrituras. Discípulo del periodismo sin grilletes que tú predicabas, atesora con cariño cada una de las lecciones que instruiste «sobre el rigor, sobre no dejarse secuestrar por filias y fobias personales, sobre independencia, sobre no deber nunca nada a nadie y sobre ir siempre fuerte al cruce, con personalidad y entereza».

Retrato de David en la entrevista para esRadio sobre su último libro, Golpes Bajos

Retrato de David en la entrevista para esRadio sobre su último libro, Golpes Bajos

Porque lo hiciste sin más pretensiones que «exponer, contar, explicar una visión del mundo que no sea hostil contra otra, sino compatible». Porque no podías vivir sin escribir  e «iluminar la realidad con la luz de la literatura» Porque quisiste «ser reportero de guerra, un periodista de esos que van “persiguiendo ambulancias” para encontrar una historia. Quisiste ser boxeador, Corto Maltés, futbolista, vivir en la Antigua Roma, cabalgar junto a Clint Eastwood en Sin perdón, argentino, Tintín, motero, Jep Gambardella, roadie de AC/DC y James Salter. Pero siempre fuiste tú, alguien que luego otros muchos quisimos ser».

Ignacio-Ruiz Quintano habló de tu ciclotímica juventud periodística, aquella que rezumaba «pandillismo deportivo» y trataba de encauzarse en el papel. «Un día creía comerse el mundo y al siguiente creía que el mundo se lo comería a él (…) Esa etapa fue una montaña rusa. Después, con Romina, una mujer 10, halló la paz… y los hijos. ¡La felicidad! Formó una familia ejemplar que podía ser un póster de la América de los 50».  También lo comentaste con Reverte: «sólo nos falta el perro para ser un asqueroso anuncio de Corn Flakes». Pero cuánta alegría trajo ese ruido de vida, uno «que no se apaga con tu muerte» y que seguiría siempre gracias a la familia que formaste.

Has sido padre, no solo por los cuatro niños que portan gozosos tu apellido, sino por lo adoptivos, como yo, como nosotros, de cuyo ideal periodístico te hiciste tutor en el momento en que te descubrimos sobresaliente de letras insípidas y encorsetadas. Pávido espanto a la mediocridad, jamás tuviste ocasión de enfrentarte a ella en primera persona. La rehuías, como novato escurridizo en su primera experiencia en el ring. Y vaya si conseguiste esquivarla. Ni el pelo de la barba te rozó.

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