jueves. 28.03.2024

Todavía quedan algunas semanas para que llegue el Black Friday y la bandeja de entrada de mi Gmail ya está repleta de ofertas de marcas a las que en algún momento de mi vida decidí entregar mi intimidad -y casi mi alma- a cambio de un descuento del 5%. Una no sabe lo barato que es capaz de venderse hasta que se suscribe a una newsletter.  

El caso es, que ahí estás tú, navegando entre millones de correos de tiendas que ni conoces ni crees haber conocido nunca (¿en qué momento buscaría yo una espumadera de cocina?) y preguntándote cómo has llegado a ese punto. Parecido a cuando le das tu número a ese conocido aleatorio al que guardas como “el pesado del bus” o “la rara de la sexta fila” porque llamarle por su nombre y apellidos es demasiado fácil. Confías en que se quede en un intercambio pasajero,  pero al mes te empiezan a llegar vídeos interminables de soles sonrientes y bebés dándote los buenos días. Te maldices por tu buena fe y juras tener un poco más de criterio para la próxima. Pues igual.  

A pesar de mi aparente rechazo a las rebajas, los soles felices y los recién nacidos, termino pulsando -¡ERROR!- el que se autoproclama como mayor descuento del año. Y es ahí cuando entro en un bucle del que se me hace imposible salir. Los minutos se vuelven horas y lo que empieza como un chequeo rápido de correo a la hora de la siesta acaba a las doce de la noche, encerrada a oscuras en mi habitación -no en vano lo llaman viernes negro-, comprando el último disco en vinilo de Pink Floyd -sin tener yo tocadiscos ni ser fan de la banda- y doscientos euros menos en la tarjeta. Y, resguardándome en la hipocresía que a todo el mundo termina rozando, me reitero: detesto las rebajas.