sábado. 20.04.2024

                                                           Corazón roto con tirita

Hace años que el miedo al fracaso no me deja vivir en paz. Y no, no hablo del pavor a fallar en un trabajo (que también) ni de perder una partida de pádel con mi padre. Hablo del pánico irracional a que el guionista de la serie que estoy viendo en ese momento no sepa acabarla tal como a mí me gustaría, especialmente si destroza la maravillosa historia de amor que me tenía soñando despierta.  

Ese temor me lleva a hacer algo que debería preservar en mi cajón de los trapos sucios: no acabar lo que he comenzado. Y no me gustaría con ello ofender a ningún teórico de la productividad, pero, una vez que la trama se complica para mi pareja favorita, paso. Así de fácil. C’est fini, au revoir, ciao. COR-TEN. Se cierra el telón y aquí paz y después gloria.  

No existe más final que aquel en el que yo he pulsado pause. Que me perdonen los veganos, pero o se comen la perdiz o no me quedo a gusto. Esa actitud infantiloide me ha traído consecuencias, no crean. Jamás pude ver Juego de Tronos, poseída por el constante canguelo que me susurraba que, de un momento a otro, iban a asesinar a mi favorito; no puedo comentar entusiasmada el final de HIMYM ni levantar la mano orgullosa de haber visto las seis temporadas completas de Gossip Girl. Y es que, para mí, Barney y Robin acaban felizmente casados y Blair y Chuck se aman hasta que la muerte les separe. Y vivir con miedo a que alguien me abra los ojos es el hándicap que tengo que portar sobre mis hombros si quiero modificar el desenlace de una serie que ha dado la vuelta al globo.  

Con el tiempo he descubierto que lo hago con el objetivo de paliar el sabor agridulce que me dejan los finales tristes en la vida real. Ya que no puedo vivir en un cuento de hadas perfecto, al menos, que mis personajes favoritos lo hagan.  

Llámenme simple, romántica, ilusa o gilipollas. Tampoco importa demasiado; puedo pulsar mute y aquí termina la discusión.