Arrastrándome a duras penas entre las masas, encuentro un banco libre en Tendillas. Aún es pronto: he acudido antes para repasar mis anotaciones. Debo prepararme a conciencia, pues no he tomado las precauciones de tinta adecuadas. COVID-19 puede esperar: mi cita es con otro protagonista.
Christopher Okabor
A pesar de conocerlo desde hace un año, tal es su enigma que apenas distingo en la lejanía si es él u otra vez me engaña la vista. Sobre una bici ambarina, aquella que siempre le acompaña pero que nunca la vi montar, otea la distancia. He advertido su presencia antes que él la mía, pero pocos segundos después profiere un sonoro saludo en la lejanía que me delata.
Es un buen día para él, solo porque nos encontramos bajo un sol cesariano. Oriundo de Nigeria, la luz vespertina resalta tanto su humor como parte de su piel de ébano, donde el resto la cubre con una sudadera de la Union Jack, a pesar de que no le despierten simpatías sus nacionales, fruto de resquemores coloniales. «Nosotros nacemos bajo el sol» me interpela en un inglés tropical, cuyas sílabas ensombrecen mi macarrónico acento. Hablar del calor se ha convertido en nuestro tema favorito de conversación desde hace tantos meses que apenas somos capaces de intercambiar un par de saludos cordiales si un día se antoja algo más frío que el anterior.
Para Christopher, la plaza es solo el atrezo que decora una historia que lo traslada diez años en el tiempo. Su discurso, intenso como el fluir del agua en una catarata, tiene capacidad para transformar el paisaje en pueblos recónditos, desiertos áridos o bosques selváticos. La imagen de vendedor callejero que me atiende con una sonrisa en la parada del semáforo es ahora la de un joven cuyo gesto puede pasar de serio a despreocupado tan rápido como el ritmo en un compás de semicorcheas. Ni la fuente coronada por Gran Capitán ha visto tanto como todos los recuerdos que durante dos horas me regala, en una entrevista que acordamos finalizar más por el frío que por cansancio.
«Del sur, sur», así define su procedencia. Tan austral es su origen que apenas me atrevo a compararlo con mis raíces andaluzas, aunque rápidamente ataja mis temores cuando admite a Córdoba como una tierra que concibe familiar. No solo sureño, también cristiano, tal vez a fuerza de encontrar una iglesia en cada esquina, como señala entre risas. Mientras preparo la grabadora, se muestra dicharachero y despreocupado, hasta que pregunto por su familia. Entonces su mirada se descuelga de la mía para observar el horizonte, tal vez buscando una manera de no hacer trastabillar sus palabras.
La primera persona que menciona es su esposa. «Es el amor de mi vida». Detrás de su pasión se esconde una historia a lo Romeo y Julieta, con dos comunidades en conflicto (Edo e Ijah) que jamás quisieron que ambos se casasen, hasta el punto de que nuera y suegra no saben la una de la otra. «Nadie debería decidir sobre otro a quién amar» me recuerda con una seriedad que ni siquiera parece suya. Pero, a pesar de las diferencias que guarda con su madre por ello, le sigue teniendo un cariño especial: «Si regresase a casa, ella sería la mujer más feliz sobre la tierra».
Pero no tiene pensado volver, no a menos que consiga suficiente dinero para poder dar un futuro a su hijo. Él, que en un pasado quiso ser periodista, ahora se conforma con lograr que su pequeño estudie Medicina o Derecho.
El viaje
En la búsqueda por ese futuro, y entre los llantos de su madre y su mujer, en ese momento embarazada, toma la difícil decisión de viajar a España, abandonando el país que lo vio nacer, pero le daba la espalda. Escapó «de noche», con un dolor de espanto y diez amigos que, a su llegada a Marruecos, apenas conservaría. Desde ese momento, todo hubo de hacerlo al amparo de las sombras, esquivando luces de linterna y coches patrulla. Entre ciudades y pueblos perdidos, tres veces hubo de atravesar el desierto, a veces «en jeep», otras «en moto», pero demasiadas veces «a pie».
Sin quejas, aunque tuvieran que beberse su propia orina. Sin quejas, a pesar de ver cómo la policía marroquí asesinaba a compañeros en campamentos de migrantes. Sin quejas, porque él mismo comprobó que si morías en las dunas nadie se pararía a enterrarte.
Toma su tiempo en comentar la travesía, sosteniendo los silencios después de cada tragedia, que no son pocas. Tres meses transcurrieron hasta que pudo hablar por teléfono con su mujer mientras estuvo atrapado en la frontera marroquí, lugar de tránsito obligado para todo aquel que ansiara llegar a la Península. Allí trabajó limpiando lápidas, lugar que detesta por saber que nunca pisarían aquellos que dejó atrás en el Sáhara. Cuando recolectó suficiente dinero, unos 1100 euros, pagó a las mafias por un viaje de no retorno en una pequeña barca hinchable repleta de jóvenes y embarazadas, quienes gritaban ante los golpes que los traficantes les propinaban mientras trataban de subirse a los botes.
Recorrido de Christopher desde su salida a Nigeria hasta España. Los colores, verde, amarillo y rojo reflejan los momentos donde su vida corrió menos o más peligro en su travesía, respectivamente. Las ciudades y pueblos que atravesó fueron, por orden cronológico, Birni Konni, Agadiz, Tamanrasset, In Salah, Orán, Maghnia, Zoug Bghal y Uchda. Imagen: Google Maps. Adrián Romero Jurado.
Viajaron al amparo de la oscuridad, en gran medida para evitar las patrullas marroquíes, quienes si detectaban la patera acabarían deportando a sus integrantes a la frontera con Malí, en un lugar incierto que tan solo define como «a siete kilómetros del mismísimo infierno». Su destino era Almería, pero el oleaje era tan fiero que les fue imposible llegar. Es en ese instante cuando, extendiendo sus brazos, trata de hacerme abarcar la inmensidad del mar que contemplaba, una «tierra de nadie» cuyo cielo se unía con el Mediterráneo. Impasible ante la situación, pues nadar agotaría sus fuerzas y quedarse en la embarcación era un suicidio, es aquí donde Christopher admite que fue cuando más temió por su vida.
La situación era alarmante: «Tenía a personas hasta encima de mi cabeza». El calor, unido a la fuerte marejada, provocaba vómitos entre los tripulantes, atrayendo a los tiburones y poniendo en zozobra la barca hinchable. Casi dos días estuvieron a la deriva hasta que, entre rezos y llantos, un cambio de vientos los trajo a la costa. Cuando un pescador localizó la embarcación, descubrió que estaba en Motril. Aunque nunca había oído hablar del municipio, aquel pequeño pueblo le pareció Tierra Santa.
El 25 de abril de 2010, tras más de dos años de viaje, Christopher llegaba a España.
Los papeles le permitieron evitar el Centro de Internamiento de Extranjeros de Algeciras, acabando en la Cruz Roja de Puente Genil. Desde entonces, su vida ha pivotado entre la búsqueda de un empleo y residencia en un país que agradece por haberle acogido, pero que curiosamente a mí solo me hace sentirme culpable. No puedo evitar mencionar en la entrevista una autocrítica por cómo tratan la inmigración las naciones europeas y, aunque con mis palabras pretendo explorar una reacción de solidaridad con mi entrevistado, Christopher me sorprende cuando no se muestra complaciente con mis declaraciones: sabe de sobra que esta situación se fomenta desde ambos lados del Mediterráneo.
Christopher
Necesitamos un respiro. No sabemos qué hora es, y tampoco nos interesa: solo queremos desahogarnos. Hablamos de tribunas y escaños. Como zoon politikón que somos, nos volvemos dos cuñados que charlan en un inglés campechano, compitiendo por ver quién tiene más cuentas en Suiza, si tal ministro nigeriano o cual político español. Aunque bromeamos, en el fondo me aflige el pesimismo de Christopher. «En Nigeria no tenemos voz, no le importamos a nuestro presidente ¿Es ese un lugar al que llamar “país”?». Un dolor que sin embargo le impide esconder cuánto ama su tierra, su cultura y su gente, no perdiendo un minuto en recomendarme que visite su país, retándome a perderme en los bosques donde jugaba de niño.
Nos acercamos al final, lo presiento cuando sus gestos comienzan a tornarse más serenos, más melifluos. Con la vista atravesando la línea del sol, orienta sus frases hacia el futuro: «Quiero que mi esposa e hijo vengan a España». A pesar de no haberlos visto en los últimos diez años, algo que no es fácil para él, no ha dejado en ningún momento de pensar en ellos. Todos los meses, por mínima que sea la ganancia, manda a casa los ahorros, esperando pacientemente el reencuentro, donde su deuda no se encuentra en las facturas de luz y agua que a duras penas puede pagar cada mes, sino en no ver a su familia. Me regala un último mensaje, una frase cuya importancia en ese momento la elevo a las históricas citas de aquellos famosos autores y poetas de las lenguas del Viejo Mundo: «Me haría muy, muy feliz que mi hijo pudiera estudiar en la universidad». Le tiembla el labio, y ha girado su rostro.
Sacrificio y amor.
Guarda silencio, lo que hace darme cuenta cómo la puesta de sol estaba quemando mi perfil derecho. Es momento de irnos, pero antes ruego por un par de fotos, aquellas que en toda la entrevista me ha negado. Las admite con una condición: solo una, y quiere que salga en ella. Una imagen de los dos, sencilla, pero que realizo con una sonrisa triunfante. Nos despedimos hasta dos veces, cada una con un sentido apretón de manos, con la sensación de no vernos en una temporada. Quién diría apenas unos días después que sus manos serían las últimas que estrecharía después de la proclamación del Estado de alerta por COVID-19
Mientras me alejo, siento sobre mis suelas las ramas aplastarse a mi paso, la arena infernal que se cuela en mis zapatillas, los rocosos acantilados punzarme los dedos de mis pies. Cuando llego a la parada, me viene el salado aroma a orillas del Mediterráneo.