viernes. 29.03.2024

Marina López Barrios

Me acuerdo de la primera vez que alguien se mofó de mi acento, dos niñas jartibles que hicieron que por un tiempo me creyera todos los estereotipos asociados a mis orígenes, haciéndome sentir como un chiste con piernas. La lengua es un arma de doble filo. Más letal que cualquier bomba termonuclear, porque no ataca a la vida en sí, sino al alma, y es que no hay nada peor que sentirse perdido. Vaga, cateta, inepta y analfabeta son los agravios más comunes que rodean el estigma contra el que luchamos cada día los andaluces. Y es que, somos los olivos de Miguel Hernández, no nos levantó la nada, ni el dinero ni el señor, sino la tierra callada, el trabajo y el sudor.

Escribo estas líneas días después de que la ministra Mª Jesús Montero se haya convertido en objeto de crítica y burla. Reconozco que esta befa puede parecer insignificante para algunos, pero el berrinche andaluz puede estar justificado. Y es que parece que España tiene nuestro acento atravesao. Me da la sensación de que la flama propia de las playas gaditanas es menos espernible que mi deje. No me enfado, pero me da coraje.

Mi tierra es la de los paletos como Lorca, los incultos como Machado, las garrulas como Kent y la de los analfabetos que no saben ni escribir intelijencia. Fitetú hasta qué punto llega la pereza andaluza, que históricamente somos los que más hemos trabajado en las condiciones más precarias. Todavía se oyen los quejíos de la tierra maltratada, pero Andalucía es como el probe corasón de la lírica flamenca, por más gorpes que resibe nunca se da por bensía.

El dialecto andaluz no es una mera variedad oral del castellano. Detrás del no saber hablar de los andaluces se esconde un sentimiento que nos une, una forma de vida y una actitud que siempre nos ha ayudado a salir adelante. Hablo un perfecto andaluz. Es de donde vengo y adonde voy. Mapa y brújula. Alfa y omega. Porque mi habla es mi bandera y no mi cruz.