jueves. 28.03.2024

El próximo 3 de noviembre se inaugura una nueva etapa en la política estadounidense. Cuatro años han transcurrido desde que en 2016 Donald Trump obtuviera la victoria presidencial frente a Hillary Clinton en un contexto social de crispación y polarización ideológica en ascenso desde la llegada al nuevo siglo. Ya en 2006, un artículo publicado en la revista académica Annual Review of Political Science  y titulado Party polarization in American politics: Characteristics, causes, and consequences hablaba sobre la creciente homogeneización de posiciones ideológicas en forma de bloque entre republicanos y demócratas como nunca se había visto desde 1950. Con 2020 como fecha señalada en el calendario electoral, Estados Unidos se presenta a unas presidenciales especialmente polémicas y que, independientemente del resultado obtenido, marcarán un punto de inflexión en la política exterior del país.

Hace años que Estados Unidos dejó de ser el centro operativo de la dinámica mundial. Desde el final de la Guerra Fría, Washington había elevado a la enésima potencia su proyecto liberal, garantizando el liderazgo en un orden unipolar concedido tras la disolución de la Unión Soviética. Los noventa fueron los años en los que ejerció mayor intervencionismo en labores humanitarias y armadas, desde Kuwait hasta Bosnia. Tal es así que las generaciones recientes han concebido a Estados Unidos como un país especialmente participativo en materia de política exterior, auspiciándose en los principios desarrollados en 1630 por John Wintrop de «América como la ciudad sobre la colina que construye su narrativa y la palabra del mundo». Sin embargo, la historia del país norteamericano nos muestra una clara incomodidad a la hora de ejercer una posición intervencionista y liberal. Cuando Trump llegó a la Casa Blanca, muchos internacionalistas se llevaron la manos a la cabeza ante el cambio que suponía su presencia en la política exterior. Algunos —fundamentalmente representantes del Partido Demócrata— llegaron incluso a sentenciar su actitud nacionalista como «indudablemente antiamericana».

No se puede decir que en cuatro años Donald Trump haya dilapidado todo el entramado internacional y diplomático tejido por Estados Unidos, si bien lo ha desgastado notablemente. De igual modo, si algo se le ha de conceder a Trump es el de ser un gran conocedor de la cultura estadounidense en materia de política exterior, históricamente aislacionista y forzadamente internacionalista siempre y cuando pueda extraer réditos a cambio. Por ende, tacharlo de «antiamericano» es una calificación tanto errónea como maliciosamente infundada. Así las cosas, con un panorama internacional cada vez más incierto y en el que la globalización no ha cumplido con las expectativas de Washington, sea quien sea aquel que ocupe el despacho oval en el futuro deberá ser consciente de las nuevas realidades que se le advienen.

Bandera Estados Unidos

De acuerdo con el título 4, capítulo 1, Sección 8 del código legal de los Estados Unidos, «la bandera nunca debe desplegarse boca abajo, excepto como una señal de auxilio ante casos de extremo peligro para la vida o la propiedad». Ilustración: Adrián Romero Jurado

Líder en solitario

Desde su independencia en 1776, Estados Unidos rara vez se ha interesado por aquello que sucedía más allá de sus fronteras. Ya en 1793 el por entonces presidente George Washington redactaba la Proclamación de Neutralidad, prohibiendo de manera categórica la participación de cualquier ciudadano estadounidense en las guerras que acontecían en Europa. Este movimiento reaccionario no era equivalente a adoptar una posición puramente pasiva en el contexto internacional, en todo caso distante. Por otro lado, aunque se han considerado a las dos Guerras Mundiales como determinantes a la hora de generar una actitud internacionalista en Estados Unidos, la realidad histórica nos aboca a lo contrario. Si no, véanse las sucesivas Leyes de Neutralidad firmadas por Roosevelt antes del ataque a Pearl Harbor.

Fue el Telón de Acero y el inicio de la Guerra Fría lo que forzó a Washington a encontrar socios estratégicos para frenar la amenaza soviética que se cernía sobre su esfera de influencia. Intervenciones en Corea o Vietnam dilucidaban el interés de Estados Unidos por asuntos de orden internacional siempre y cuando evitasen la tan temida expansión comunista. Sin embargo, la deriva internacionalista no sentaba bien a una ciudadanía acostumbrada a mirar de soslayo aquello que sucedía «al otro lado del charco». Cualquier actividad exterior que no reportase beneficio nacional era objeto de escarnio social y mediático. Por ejemplo, y conforme a lo descrito por el presidente del Consejo de Relaciones Exteriores James L. Lindsey en su artículo The shifting pendulum of power, la derrota en Vietnam llevó al convencimiento de los estadounidenses de que las revoluciones comunistas en el tercer mundo no representaban una amenaza directa para el núcleo de la seguridad en Estados Unidos, e incluso en los años siguientes el Congreso redujo drásticamente su interés por los asuntos internacionales.

La posición liberal y hegemónica estadounidense es un artificio provocado por las circunstancias históricas de la Guerra Fría, que una vez superada comenzó a juzgarse con creciente escepticismo. Es innegable que la caída de la URSS en 1991 y el protagonismo internacional en el que se sumió Washington atrajo cierto optimismo con respecto a la duración del proyecto liberal, considerado en algunos círculos académicos como «eterno». Todo ello era poco más que un espejismo, pues el afán internacionalista ya comenzaba a atravesar procesos de inmensa inestabilidad en la opinión ciudadana, que se vería agravada notablemente tras la crisis financiera de 2008. 

Solo el 11-S actuaría como muro de contención temporal al poner fin a la creciente ilusión estadounidense de que lo que ocurría fuera de las fronteras de su país poco importaba. La política exterior se convirtió de repente en una prioridad para el público. Sin embargo, el modus operandi en el intervencionismo de George W. Bush se alejaba notablemente de las acciones exteriores de los años noventa, fundamentando su política en un unilateralismo que cuestionaba la validez de las organizaciones como método para mantener el orden mundial. Nuevamente, la política exterior de Estados Unidos volvía a encuadrarse en la máxima de «intervenir en el extranjero siempre y cuando ello comportase beneficios a nivel nacional». Pronto, incluso ese intervencionismo cesaría tas el desastre de la guerra de Irak y Afganistán, concienciando a Estados Unidos sobre su incapacidad para seguir actuando desinteresadamente como «garante de las libertades y la democracia» en el mundo.

 

George Modelski fue un reputado analista geopolítico que estableció las llamadas «fases de liderazgo mundial», una serie de procesos de duración variable donde la historia queda definida por la sucesión de líderes que establecen una agenda mundial que aporta sucesivas innovaciones en el sistema internacional. Interactivo: Adrián Romero Jurado

De acuerdo con Michael Beckley, profesor asociado de Ciencia Política en la Universidad Tufts de Massachussets, actualmente más de la mitad de los estadounidenses confía en la idea de Estados Unidos como país que se cuida a sí mismo sobre el resto, visión que comparten tanto Trump como Biden. Las aguas vuelven a su cauce, y tras la Gran Recesión los estadounidenses han mostrado síntomas de rechazo por el orden internacional de un Estados Unidos benevolente que lidera cada rincón del globo sin obtener beneficio de ello, descontento que fue explotado brillantemente por Trump en su campaña presidencial de 2016. Sin ir más lejos, su eslogan «Make America great again» es tan solo una analogía de la ya clásica cita del presidente James Monroe Adams en 1823: «América para los americanos».  

Dos caras de una misma moneda

Si de alguna forma puede calificarse el debate electoral entre Trump y Biden del pasado septiembre sería de «caótico». Ambos candidatos a la presidencia fueron incapaces de exponer sus ideas ante una audiencia de setenta millones de telespectadores, donde la bajeza intelectual de las respuestas estuvo combinada con un alto número de interrupciones por parte de Donald Trump y constantes acusaciones desde la bancada Biden de una terrible gestión presidencial. Independientemente de la brillantez de los insultos, la mayoría de los temas de la noche pasaron por las manos del moderador Chris Wallace sin tan siquiera poder hilarse un argumento o idea coherentes.

Aunque a nivel interno las propuestas del Partido Demócrata se encuentran en las antípodas del Republicano, y la notable falta de sintonía entre Trump y Biden parecen reflejar un Estados Unidos cada vez más dividido a nivel ideológico, salta la excepción cuando hemos de referirnos al apartado de política exterior. Ambos candidatos siguen una línea muy parecida sobre la posición que ha de ocupar el país en el espacio internacional, únicamente diferenciada por las experiencias políticas previas de cada uno. Mientras que Joe Biden desea enfocar al país norteamericano de cara al exterior para salvaguardar los beneficios que obtenía de su liderazgo, Trump solo aprecia el espacio internacional siempre y cuando sea capaz de ofrecer resultados a las demandas de Washington. Sus miradas son dos caras de una misma moneda, la moneda de la visión clásica internacional estadounidense; la vertiente aislacionista y la forzada intervencionista siempre y cuando pueda obtener rédito con ello.

En el artículo Why America must lead again, escrito para la revista Foreign Affairs, Joe Biden culpa a Trump de haber desequilibrado la balanza entre amigos y enemigos mediante acciones imprudentes, sean algunas de estas la guerra comercial con China o los insultos al dirigente de Corea del Norte, Kim Jong-un. A decir verdad, Trump no ha descuidado tanto o más la diplomacia entre vecinos que Barack Obama, cuyo pragmatismo a la hora de seguir las normas del juego internacional fue lo que le permitió mantener cierta resiliencia entre sus aliados cuando provocaba algún desbanco. Cierto es que nosotros desde Bruselas percibimos con mayor peso el desapego diplomático de Trump, si bien ya en la «era Obama» Estados Unidos dirigía su mirada más allá de Europa: hacia Pekín. El alma internacionalista de Obama que Biden defiende en algunos escenarios como el asiático no era más que otra maniobra interesada de Washington para frenar aquello que pudiera suponer un peligro a sus intereses, como el espectacular crecimiento chino de los últimos años.

Por otro lado, y a pesar de los comentarios que el candidato demócrata realiza con respecto a la gestión exterior de Trump, su idea de «renovar la democracia en América» actúa como una suerte de complemento al principio de «hacer a América grande de nuevo» dentro de la retórica de su adversario, adulterada con ciertas dosis de izquierda conservadora. Dicha reconversión según Biden no es un supuesto orientado a elevar la calidad de las instituciones políticas de EE.UU., sino un recurso que le sirva al país como catalizador para liderar el orden mundial bajo sus intereses políticos. En ningún caso parece reflejarse apreciación por la gobernanza multilateral a través de organizaciones internacionales, mucho menos liderar proyectos que puedan poner en riesgo los beneficios estadounidenses. Otros puntos por destacar, y que también comparte con Trump, son el reducir progresivamente la presencia militar en el extranjero —que no el presupuesto—, liberar a Washington de las restricciones económicas que a su juicio le son impuestas a sus exportaciones y la continuidad en el tratamiento de las relaciones con China más como competidor a batir que como socio comercial y político.

Retratos de Donald Trump y Joe Biden

Retratos del actual presidente Donald Trump y el candidato a la presidencia Joe Biden. Ambos aspirantes tienen una edad pareja, 74 y 77 años respectivamente, por lo que comparten similares visiones sobre el recorrido histórico estadounidense durante el siglo pasado. Ilustraciones: Adrián Romero Jurado

Con respecto a Donald Trump, es consabido que desde su llegada a la Casa Blanca ha sido un agente disruptivo de las visiones internacionales de los anteriores presidentes. Sus acciones han pretendido fundamentalmente que el mundo se ponga al servicio de las demandas de Washington, provocando la quiebra con las ideas ortodoxas del liberalismo internacional. Nadia Schadlow, asesora adjunta de seguridad nacional para la estrategia en la administración Trump, describía en The end of American illusion cómo Washington no puede simplemente volver a las cómodas suposiciones pasadas del denominado «momento unipolar». En contraposición, debería atenerse a la cosmovisión realista de Trump de un mundo donde la competición de intereses requiere de la revalidación del utilitarismo en las relaciones internacionales.

Donald Trump, tanto en su campaña como presidencia, ha ofrecido algunas correcciones a las ilusiones idealistas del pasado, a menudo de forma vaga e inconsistente. Sus desviaciones de las formas tradicionales de conducir la política exterior provienen de un abrazo por la incómoda verdad de cómo las visiones de una globalización benevolente y un internacionalismo liberal para la convivencia no han podido materializarse, dejando en su lugar un mundo que es cada vez más hostil a los valores e intereses de Estados Unidos. Por ende, toda cooperación internacional que se emprenda a partir de ese momento, si ha de emprenderse, deberá realizarse únicamente bajo términos de reciprocidad; jamás por desinterés.

A todas luces, la política exterior de Trump y Biden guarda más similitudes de las que jamás se atreverían a admitir ambos dirigentes políticos. Mismo tigre; distintas rayas.

Un futuro sin líder

Aunque es impensable que los votantes estadounidenses vayan a determinar su voto en función de la política exterior, resulta innegable que el futuro internacional de Estados Unidos proseguirá distintas derivas en función del presidente electo. Pues aunque Biden y Trump comparten en gran medida fines parejos en acción exterior, los medios para su ejecución tienden a diluirse en función del mandatario. En todo caso, si algo se aprecia en este nuevo cambio de década es el carácter cada vez más reacio de Washington por ejercer un liderazgo liberal.

Hemos aseverado cómo Estados Unidos apenas ya es capaz de ejercer el control mundial de antaño debido al desgaste de sus recursos y poder político en los últimos años. Si nos atenemos al modelo geopolítico de Modelski, las fases de liderazgo global tienen una duración finita, y el país norteamericano ha agotado todos sus esfuerzos para mantener incontestable su agenda internacional. El impacto de los conflictos a través del aparato militar suele tener a largo plazo efectos negativos en el país que lo practica, siendo fundamentalmente debido al desplazamiento de ciudadanos jóvenes al frente o a la inversión que requiere su mantenimiento. La disposición de tropas estadounidenses en todo el globo fue desde finales de los noventa uno de los símbolos más profundos de su compromiso con su aliados, pero su presencia también influye en el surgimiento de fuentes de desafío que cuestionan su liderazgo conforme el líder se desgasta progresivamente. La sobrextensión imperial realizada por Estados Unidos en los últimos años es cada vez más evidente, lo que ha provocado un socavamiento de su estructura de liderazgo mundial. Ello parece visualizarse tanto en Biden como en Trump, cuya percepción sobre el mantenimiento de tropas en países aliados y miembros de la OTAN les resulta cada vez más contraproducente, pero sobre todo caro.

 

Asia-Pacífico es una de las regiones junto con Medio Oriente donde más presupuesto en defensa desembolsa Estados Unidos anualmente. Mapa: Adrián Romero Jurado

El atractivo de la población estadounidense por la desvinculación del Gobierno de los procesos multilaterales parece seguir una tendencia en ascenso, y Michael Beckley en su artículo Rogue superpower: Why this could be an iliberal American century corrobora un crecimiento aún mayor en los próximos años a medida que se aceleren dos tendencias globales: el envejecimiento y el aumento de la automatización. Aunque se espera que en las próximas décadas Estados Unidos continuará ejerciendo una actitud dominante, Beckley afirma cómo «seguir siendo el país más poderoso [a nivel económico y armamentístico] no es lo mismo que seguir siendo garante del orden internacional vigente». La carga de cuidar a las poblaciones mayores y la pérdida de puestos de trabajo resultante de las nuevas tecnologías estimularán la competencia por los recursos y los mercados, lo que hará mucho más atractiva la propuesta realista de Trump de un mundo caracterizado por el enaltecimiento de los intereses nacionales sobre el resto.

América del Norte observa una proyección del 40 % en el crecimiento de población mayor de sesenta años en las próximas tres décadas, porcentaje muy similar al que padecerá Europa Occidental. De igual modo, se prevé que para 2050 los principales competidores estadounidenses, Rusia y China, deberán aumentar el gasto en pensiones y geriátricos en casi un 50 y un 300 % respectivamente, lo que dificultará enormemente enrolarse en la carrera por sustituir a Estados Unidos en el liderazgo mundial. Además, siendo países autoritarios especialmente preocupados por mantener el orden interno, tendrán muy difícil decidir entre comprar fusiles para continuar su desarrollo armamentístico o bastones para evitar discrepancias entre su población. La única alternativa para ejercer un liderazgo con aspiraciones idealistas parece encontrarse en la India, cuya población es y continuará siendo mayoritariamente joven en los próximos años, pero su aún débil desarrollo económico, más los agravantes aún desconocidos que podría ejercer la crisis posCOVID-19, podrían limitar enormemente sus aspiraciones de comandar un proyecto mundial y multilateral. Igualmente, el actual primer ministro indio Narendra Modi predica una visión de la política exterior especialmente preocupada por el diálogo y el trabajo conjunto entre las principales potencias, en lo que corresponde una visión del orden mundial mucho más acorde con los principios liberales.

En suma, el envejecimiento y la automatización probablemente afectarán a Estados Unidos en el debilitamiento de la percepción de un liderazgo bajo un orden liberal. En las democracias, el apoyo público a ese orden se ha basado durante mucho tiempo en el aumento de los ingresos de la clase trabajadora, que gracias al apoyo de organizaciones internacionales desarrollaban lazos de cooperación con el objetivo de aumentar los beneficios económicos, como ocurre en el caso de la Unión Europea. Pero hoy en día, las poblaciones de todo el mundo democrático están envejeciendo y disminuyendo, las máquinas están eliminando puestos de trabajo y el nacionalismo comienza a llenar el espacio de incertidumbre. Si en los años treinta del pasado siglo los terribles efectos de la crisis del 29 diezmaron las ya de por sí maltrechas visiones liberales de la posguerra, los eventos futuros no parecen augurar un cambio en la dirección de los vientos.

El mundo avanza hacia un sistema internacional carente de liderazgo, con potencias libres de compromisos morales, una gran proyección armamentística y especialmente enfocadas en sí mismas. La posibilidad de un sistema cuyos máximos representantes no confían en el multilateralismo a través de las organizaciones mundiales se torna especialmente dramático, más aun si somos conscientes de cómo tan solo la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios recoge hasta un total de cincuenta y tres países que basan su completa supervivencia en la ayuda humanitaria e internacional.

Aunque se aprecia un ligero repunte de la inversión en ayuda exterior, desde la llegada de Trump a la Casa Blanca el presupuesto del ejército ha aumentado hasta en doscientos mil millones con respecto a 2016. De igual modo, el gasto en defensa por estado en 2019 apenas cubre un tercio del gasto total estadounidense en el sector militar, dedicándose la mayoría restante al mantenimiento de operaciones en el exterior. Gráficas: Adrián Romero Jurado

Llamamiento a la concordia

Muy a pesar de que las elecciones presidenciales del próximo 3 de noviembre pueden suponer un antes y un después en la confección de la acción exterior estadounidense de la próxima década, no todo el futuro dependerá exclusivamente del candidato vencedor. Tanto el Senado como la Cámara de Representantes resultan esenciales para determinar la política exterior de Washington, siendo las elecciones legislativas, siempre posteriores a las presidenciales, aquellas que determinarán definitivamente la deriva estadounidense dentro del orden mundial. Sin ir más lejos, en los cuatro años que lleva Trump en el poder le ha sido imposible implementar completamente su agenda nacionalista, pues el Congreso sigue ejerciendo un fuerte poder de veto contra acciones consideradas contraproducentes para el devenir del país. De igual modo, ambas cámaras siempre estarán dispuestas a aceptar aquellas propuestas cuyos fines sirvan para ayudar a revalidar a Estados Unidos como figura prominente en el exterior.

De acuerdo con Chris Coons, senador demócrata, «por cada acción que ha de tomarse en el extranjero, los líderes estadounidenses deben preguntarse cómo afecta la susodicha en casa». Ello conlleva a que si el gobierno de Estados Unidos desea recabar apoyo civil, debe emprender acciones no solo beneficiosas a nivel internacional, también dirigidas al bien común del pueblo y acorde a sus perspectivas. Por ejemplo, muchos ciudadanos están de acuerdo en que, para competir contra Pekín, Estados Unidos debería trabajar con aliados que compartan sus valores, desarrollando una estrategia común con la que alcanzar objetivos mutuos En este caso, las políticas aislacionistas jamás serían aceptadas para solventar el dilema. De igual modo, y muy a pesar de que tanto Biden como Trump representan polos totalmente opuestos, los partidos Demócrata y Republicano han trabajado desde el poder legislativo para atenuar la brecha ideológica y generar un consenso bipartidista en temas claves tanto a nivel interno como externo. En los últimos períodos de gobernanza, presidentes de distinto signo fueron conscientes de cómo, a la hora de llevar a cabo sus aspiraciones en política exterior, debían asumir que el Congreso sería quien tendría la última palabra en su aprobación.

En un mundo de competencia entre grandes países, desigualdad económica y deslumbrantes capacidades tecnológicas, donde tanto las ideologías como los patógenos se propagan con ferocidad, los riesgos son demasiados altos para confiar únicamente en aquello que funcionó en el pasado. Estados Unidos se enfrenta a una nueva etapa de su historia con una crisis de identidad sobre el rol de su liderazgo, y será tanto responsabilidad de aquel que tome asiento en el despacho oval, sea Trump o Biden, como del Congreso, el determinar si Estados Unidos realmente está preparado para liderar.